Una generación maltratada

Por Verónica Gubbins, Psicóloga y mediadora familiar. Doctora (c) en Ciencias de la Educación, PUC. Master of Arts, Psicosociología, UCL, Bélgica. Profesora Facultad de Psicología UAH.

Ha pasado medio año de controversia entre gobierno y estudiantes, y la escalada de desencuentros y violencia ha permeado el clima de debate nacional en torno a educación. Lo que más se escucha de parte de la autoridad son contenidos orientados al control del comportamiento social, más que de búsqueda de comprensión recíproca.

En Psicología a esto se le llama “descalificación” y es considerado “maltrato”. Por otra parte, los estudiantes reclaman permanente “sordera” institucional, lo que fundamenta, a su vez, la necesidad de mantener las marchas, que solo aumentan la brecha disposicional de ambas partes para encontrarse cara a cara y dialogar.

Se trata de un círculo vicioso conocido como “escalada de violencia” que aumenta, a su vez, la probabilidad de dispersión de la reacción social. No extraña, entonces, que hoy nos enfrentemos cada vez a más “encapuchados” en las calles, que ya no parecen saber quien es su “enemigo” cuando de saqueos y destrucción pública se trata. Toda autoridad, pública o privada, se convierte per se en el principal objeto de contrarreacción.

No obstante, y aun considerando inaceptables estos modos de enfrentar la falta de escucha social, es legítimo preguntarse por qué aumenta el desencuentro. Cada vez hay más uso de recursos químicos para disuadir, pero los encapuchados vuelven una y otra vez a desviar la atención hacia actores que no constituyen los verdaderos demandantes del cambio institucional. El Estado ha recurrido a la Ley de Seguridad Interior del Estado, recurso de especial sensibilidad para la gran mayoría de los adultos del país, que son a su vez, los padres de estos jóvenes. La escalada ha traspasado las fronteras del desencuentro inter-institucional para adentrarse también a otros espacios de la vida social.

El maltrato no es una estrategia eficaz de resolución de conflictos. Produce daños psicológicos y emocionales de difícil superación. Así se puede ver cuando se interroga a la ciudadanía respecto de la credibilidad y confianza hacia la capacidad de la clase política para acoger y satisfacer necesidades emergentes de la vida social, o respecto del comportamiento de los “encapuchados”.

Los ambientes abusivos afectan el desarrollo psicológico de las personas. La naturaleza y gravedad del impacto depende del tipo, duración e intensidad del maltrato y el grado de dependencia con el agresor. Lo que se daña es la capacidad de racionalizar la acción. Se favorece la impulsividad para reaccionar solo desde la rabia y la frustración. Son simples reacciones emocionales a la provocación. En un periodo tan vulnerable para la consolidación identitaria como es la que caracteriza el proceso de desarrollo juvenil, surge la interrogante respecto del mensaje y modelado de prácticas de convivencia social que las propias autoridades educativas le están enviando a las nuevas generaciones.

Lo delicado del asunto es que no estamos solo enfrentándonos a individuos “dañados”, sino que estamos dañando a una generación, que será, ni más ni menos, la de relevo. Al fin tenemos una juventud que decidió dejar de “estar ni ahí” y se interesó en el bien común. Han estudiado la materia, han planteado seria y argumentativamente sus demandas y han buscado incluso creativas formas de protesta social. El mensaje de los tomadores de decisiones, por el contrario, es hacer generalizaciones a partir de unos pocos, demostrar lo ineficaz del control policial, replegarse y no querer comprender que las nuevas generaciones traen consigo otro sueño “país”.

La única alternativa de resolución satisfactoria de conflictos, para todos los implicados en el conflicto, que se conoce en la literatura especializada en el tema, es acudir a la capacidad reflexiva y de diálogo empático entre los seres humanos. Viniendo además de autoridades responsables de la formación y educación de las nuevas generaciones se hace no solo urgente sino imperativa la congruencia institucional en este campo. Hay aquí una gran oportunidad de “formarse mutuamente” (jóvenes y adultos) en el proceso mismo del conversar reflexivo, para desde allí ir forjando una nueva forma de hacer país. Nuestra sociedad ha avanzado mucho en mejorar condiciones materiales de vida: es hora de hacernos cargo también de la necesidad de instalar nuevos “modos” de convivir en sociedad.