Prejuicio, discriminación y violencia contra la vida

Por José Antonio Román Brugnoli, Psicólogo y Licenciado en Psicología, UC. Magíster y Doctor (c) en Psicología Social, Universidad Autónoma de Barcelona, España. Profesor Facultad de Psicología UAH.

La brutal golpiza al joven Daniel Zamudio tiene más aristas que la discusión sobre una ley contra la discriminación. Por lo pronto, nos cuestiona como sociedad: ¿Es la chilena una sociedad en que podemos convivir personas diferentes con un igual derecho al respeto y la valoración de nuestras vidas?

Desde hace algunas semanas, a raíz de la brutal golpiza que terminó con la vida joven Daniel Zamudio, ha reaparecido la discusión sobre cómo se relacionan prejuicios, discriminación y la acción delictual. Sin embargo, gracias al tratamiento mediático y el manejo político, la ciudadanía no había alcanzado siquiera a informarse correctamente de este repudiable crimen, cuando ya la atención era puesta sobre el truncado proyecto de una ley antidiscriminación, como si en esta ley estuviese la llave para abrir o cerrar la posibilidad de este tipo de delitos.

Este breve artículo tiene como propósito aportar ciertas claves de análisis provenientes de la psicología social, que podrían permitir una reflexión algo más amplia sobre la tematización que nos fue propuesta por los medios, que vinculaba, a veces de maneras más explícitas, otras más implícitas, prejuicio, discriminación y atentados contra la vida.

Lo primero que habría que abordar es esta relación simple que se estableció; y por la otra, entre una ley antidiscriminación como solución preventiva o disuasiva de este tipo de hechos. ¿Conducen necesariamente los prejuicios a acciones de discriminación, y ellas a acciones delictivas? ¿Es esto lo que explica lo que aconteció en el “caso Zamudio”? Y si esto fuera así, ¿son las leyes un freno necesario y suficiente para que este tipo de concatenaciones no ocurran?

Aunque en el sentido común los prejuicios tienen una connotación negativa, nuestra vida cotidiana es en buena medida posible gracias a ellos: la tradición cultural que heredamos, en la que vivimos y mediante la cual pensamos, consiste en parte en repertorios compartidos de prejuicios que están allí disponibles para nuestro uso. Como la etimología señala, los pre-juicios nos permiten organizar y significar nuestra experiencia: aportan una estructura de interpretación que nos hará proclives a llegar a cierto tipo de juicios frente a un determinado tipo de experiencias. Por ejemplo, si compartimos prejuicios negativos hacia miembros de un determinado grupo social, por ejemplo, los inmigrantes, seremos proclives a atender y seleccionar aquellas informaciones, historias y experiencias que tiendan a confirmar ese prejuicio.

Es por eso que los prejuicios que se nos vuelven objeto de reflexión son aquellos que se nos hacen socialmente problemáticos, por ejemplo, cuando constatamos que contribuyen o anticipamos que contribuirían a legitimar juicios que vulneran de manera sistemática la dignidad o los derechos de ciertos grupos de personas, y/o que podrían generar un contexto de legitimación de acciones contrarias a los miembros de dichos grupos. Es decir, discriminación.

Algo semejante ocurre con la discriminación, que es una función básica de la vida personal y del colectivo social: la capacidad de distinguir, por ejemplo, entre aquello que merece la pena que le dediquemos nuestros esfuerzos vitales, de aquello que no, y de lo que más bien debiéramos evitar. Sin embargo, en ocasiones, ciertas formas de discriminación son problematizadas cuando su puesta en práctica perjudica de manera sistemática y específica a personas por el solo hecho de ser identificadas como pertenecientes a un determinado grupo social.

En ese contexto las leyes operan como marcos regulatorios y referentes morales sobre los prejuicios y sobre los comportamientos de discriminación. Pero ellas no siempre nos han prevenido de aquellos que perjudican a parte de nuestros conciudadanos, sino que en diversos momentos de la historia y de nuestro presente, ellas han formado parte o forman parte de los prejuicios y prácticas de discriminación legitimándoles, ya sea en su texto y/o en su aplicación.

Es lo que ha pasado cuando las leyes han legitimado condiciones de dominación y explotación como la esclavitud, la encomienda, la exclusión del derecho de educación o de voto, a personas por el mero hecho de ser adscritas a un grupo social definido por una condición de raza o de género. O lo que acontece en nuestro presente, por ejemplo, cuando se usa una ley antiterrorista de manera casi exclusiva sobre ciudadanos que lo que tienen en común es pertenecer al pueblo mapuche.

De esta manera lo relevante de un prejuicio que merezca nuestro cuestionamiento no es que habite en las mentes de los ciudadanos, sino que forme parte sus prácticas habituales de conversación para resolver diferencias, de sus formas de tematizar ciertos asuntos en los medios, de tratarlos en sus textos de estudio o de abordarlos en su legislación. Es decir, que estén instalados como lugares comunes indiscutibles, y que se ofrezcan como ejemplo, enseñanza y forma de ordenamiento social. Es de esta manera que los prejuicios pueden propiciar contextos favorables para prácticas de discriminación consistentes con ellos.

Así, la discriminación por diferencias de género, fenotipo racial u opción sexual, pueden gozar de entornos legitimados para su expresión pública. Sin embargo, buena parte de las prácticas de discriminación operan muchas veces de maneras encubiertas o veladas, y solo son detectables por sus resultados sistemáticos. Un caso arquetípico es la contratación de personal: haga el ejercicio de observar en alguna multitienda cuántos empleados con piel morena hay en la atención. Le sorprenderá descubrir que, si los encuentra, estarán siempre en una proporción mucho menor que la nacional. Pero también hay casos más complejos donde confluyen más variables, como por ejemplo, lo que sucede con la distribución de éxito académico y acceso a la educación superior según nivel socioeconómico en Chile.

¿Cuándo las prácticas de discriminación pueden dar paso a conductas o acciones delictuales? Ya hemos dicho que la discriminación puede estar legitimada de manera legal. También ha sucedido en ocasiones que las leyes han contemplado la legalidad de acciones que más tarde en la historia han sido consideradas delitos por legislaciones nuevas.

El análisis de la historia por parte de la psicología social nos ha mostrado que ciertas condiciones favorecen que se traspasen las fronteras de lo legal y de lo legítimo. Una de ellas es la presencia de autoritarismo y de liderazgo autoritario, que consigue ya sea mediante influencia social o recursos más coercitivos e institucionalizados dominar o apropiarse de la voluntad de los subordinados, llegando a obtener altísimos grados de obediencia social. Este fenómeno puede darse en varias escalas: nacional, por ejemplo en regímenes dictatoriales; institucional, especialmente en instituciones alta y rígidamente jerarquizadas; y también grupal, en grupos cuya cohesión de funda intensamente en la identificación con un líder.

Otra condición se da en los contextos cuya excepcionalidad pone en entredicho la vigencia, validez o viabilidad del marco normativo social para la conducción de la vida personal o grupal en esas condiciones. Es así como las crisis sociales, debidas, por ejemplo, a grandes desastres naturales, o agudas recesiones económicas, han sido escenario frecuente de cierto tipo de criminalidad. Pero han sido sobre todo los contextos de excepción del Estado de derecho en donde la discriminación hacia determinados grupos sociales se ha relacionado más directamente con una acción criminal hacia las personas consideradas miembros de esos grupos. Ejemplos: un quiebre de la democracia, como en una dictadura; la figura de la declaración de un estado de excepción general, como en un período de guerra; o cuando se focaliza a ciertos grupos declarados enemigos del orden público y de la democracia, como en aplicaciones específicas de una ley antiterrorista. Su permanencia en el tiempo puede dar lugar a una “normalización de la excepción”, que no es otra cosa que un remplazo de marcos normativos, en donde el nuevo viene a legitimar e incluso pueden legalizar que la discriminación dé lugar a la violencia contra los derechos civiles y humanos de una persona.

En ese sentido, la muerte del joven Zamudio nos interpela sobre la discriminación y el derecho a la diferencia, pero más ampliamente por el valor de la vida en nuestra sociedad. ¿Es la chilena una sociedad en que podemos convivir personas diferentes con un igual derecho al respeto y la valoración de nuestras vidas? Si observamos nuestro entorno podemos constatar que por desgracia hemos estado dando señales en la dirección contraria. La naturalización del maltrato y la discriminación hacia personas de un nivel socioeconómico más bajo; la criminalización y la represión policial a la protesta social con violación de los derechos humanos de quienes participan de ella, sean estudiantes, habitantes de una región o pueblos indígenas; se plantean como un referente normativo en que la vida del otro no merece una valoración y respeto en la dignidad de su diferencia.

En tal contexto, una ley antidiscriminación, sin bien necesaria, consigue hacerse cargo apenas de una parte de este problema. Debemos avanzar hacia un Estado de Derecho cuya Constitución, leyes e instituciones reconozcan la dignidad de ciudadanos a las diferentes personas, grupos políticos y pueblos que habitamos dentro de él: un Estado que sea el efecto de la participación de esa ciudadanía diversa. También revisar en profundidad y con detención nuestras prácticas cotidianas, para avanzar hacia formas de relación inclusivas, democráticas, abiertas a la diferencia, basadas en la confianza y el respeto de la persona del otro. Debemos erradicar una a una las prácticas que se presten para legitimar contextos en que el abuso y la violación de la dignididad y de la vida del otro puedan ser posibles.