Los colores de la prueba Simce

No es una buena idea indicar, a través de colores, cuál es el estátus de una escuela determinada según la prueba Simce. A la larga, el sistema termina construyendo un nuevo prejuicio social sobre escuelas que ya son muy pobres.

Por Verónica Gubbins, Psicóloga. Candidata a Doctor en Ciencias de la Educación, PUC. Directora Magíster Psicología Educacional, Facultad de Psicología UAH.

El Sistema de Medición de la Calidad de la Educación (SIMCE) nos recuerda año tras año que todos los esfuerzos que se realizan en materia de política educativa nacional no están dando los frutos esperados. La calidad de los aprendizajes escolares de los niños chilenos sigue estando por debajo del promedio esperado a nivel internacional (así lo indican las pruebas internacionales PISA 2000 y PISA 2006). La situación se hace más delicada cuando se advierte que, además, esta calidad se distribuye de manera desigual según sea el sector de residencia y origen socioeconómico de las familias.

¿Por qué ha costado tanto que la situación mejore? En parte porque se trata de un fenómeno complejo. Existen factores propios del niño como es la motivación al logro y sentimientos de autoeficacia. También el volumen de ingresos y el capital cultural de las familias; la gestión escolar de los directivos, competencias pedagógicas de los docentes y el clima escolar, entre otros, son parte del fenómeno. Ello, en el contexto de un sistema educacional organizado en base al subsidio a la demanda y la libre competencia entre establecimientos y que, además, está inserto en una estructura social que describe una fuerte polarización en la distribución del ingreso familiar y segregación residencial, especialmente en las grandes ciudades (PISA, 2000). De este modo, las familias más desventajadas tenderán a elegir escuelas de dependencia municipal, las cuales son descritas a su vez como las de menor calidad educativa respecto de las otras dependencias (SIMCE).

Se ha decidido que sea el puntaje SIMCE que obtienen las escuelas el principal indicador de calidad. Sin embargo, la estrategia informativa aún no logra permear la lógica de toma de decisiones de las familias. Las más beneficiadas han sido las de mayores ingresos y capital cultural y con redes sociales que permiten el acceso a expertos en educación y calidad escolar. Las familias con hijos en establecimientos educacionales municipales ven su derecho a la libre elección coaccionado por restricciones económicas. En la práctica, eligen en base al ahorro en tiempo y dinero (terminan privilegiando la cercanía al hogar). Ello no implica que manejen información detallada de la efectividad de la escuela seleccionada, sino que es la experiencia escolar personal (ex alumnos del establecimiento y de los hijos de familiares cercanos y/o vecinos) la principal fuente de información.

También influyen las características del alumnado y el trato de los docentes hacia los alumnos. El puntaje SIMCE no es considerado “el” indicador de calidad escolar para su toma de decisiones. Más delicado aún resulta constatar que la medición SIMCE incluso ha contribuido a generar consecuencias inversas a la esperadas.

Por ejemplo: un aumento de la educación privada por sobre la pública, una redistribución de la matrícula a favor de la primera y una mayor segmentación en términos de resultados escolares. La endogamia que caracteriza las redes sociales en sectores de pobreza y el poco acceso a expertos en materia educacional no hace más que reforzar la segmentación y el status quo institucional (Córdova, 2007; Gubbins, 2010; Elacqua & Fabrega, 2004; Hernandez & Raczynski, 2010; Sapelli, 2005). En este contexto resulta incomprensible la decisión de la autoridad de seguir empleando el puntaje SIMCE como principal recurso de mejoramiento de la calidad educativa.

Por otra parte, la calidad del aprendizaje escolar depende también de la disposición de los estudiantes hacia el proceso de educación formal. La motivación, el goce y la valoración del niño hacia la escuela son dimensiones tanto o más importantes que la efectividad del establecimiento. Estas se estructuran desde el momento en que las familias eligen el lugar en el que educarán a sus hijos y no terminan hasta que el joven egresa del sistema.

Se construyen a partir del significado y las subjetividades asociadas a la mayor o menor confianza que las familias tienen hacia la capacidad de la escuela para responder a la demanda de aprendizaje y movilidad social de sus alumnos. La buena disposición familiar contagia inevitablemente a los estudiantes en el aula. ¿Cuál es el aporte que hace la publicación del puntaje SIMCE en el sitio mapcity a este respecto, entonces?

Actualmente, se opta por “marcar” con colores a las escuelas según su puntaje SIMCE. En un escenario educacional en el que el margen de maniobra de las familias depende tan fuertemente del lugar que ellas ocupan en la estructura social, se decide exponer pública y territorialmente distintas “categorías” de escuelas: así, no solo se refuerza la segregación social del sistema, sino que se condena con “juicio social” a las familias y sus hijos.

Nuestro imaginario social tiende inevitablemente a clasificar a los chilenos. Al origen socioeconómico, étnico y comuna de residencia, ahora se le agregará el colegio y el barrio de procedencia. Sin embargo, esta estrategia olvida que muchas familias solo podrán elegir colegios “marcados”. El impacto en disposición familiar y estudiantil para participar activamente del “juego” escolar será importante. En el Seminario Iberoamericano en Educación, realizado hace algunas semanas en Argentina, autoridades y académicos citaron el caso chileno como ejemplo de lo insuficiente y discriminatorio que resulta reducir el criterio de calidad escolar a etiquetas que expresan juicio social. Si todo este cuestionamiento ha trascendido nuestras fronteras nacionales, es hora que se tome en serio la desigualdad educacional y las estrategias de mejoramiento de calidad escolar.

Mantener la provisión de información en base a “colores” no solo no ha sido efectivo sino que además, no contribuye a mejorar las decisiones familiares respecto a la educación. Además, se ha decidido que esta información circule por internet, y no se ha considerado que la mayor proporción de las familias que necesitan de información educacional no cuentan con computador ni con conexión en sus hogares. Mientras se llevan a cabo estas modificaciones, la mayor parte de nuestros niños y jóvenes sigue cursando su educación formal en escuelas que no mejoran en calidad. Es necesario, entonces, tener plena conciencia de las consecuencias que este tipo de medidas pueda tener. Se deben generar indicadores de calidad pertinentes y útiles para los estudiantes y sus familias, que además se focalicen en aspectos positivos de las escuelas y den luces sobre los canales de mejoramiento en función de sus indicadores basales. Hay que evitar una nueva estigmatización tanto de las escuelas como de las comunidades y las familias que se desarrollan en torno a ellas.