Por María Isabel Castillo y Margarita Díaz, académicas Magíster Psicología Clínica Trauma y Psicoanálisis Relacional (ILAS – UAH)
Desde Marzo de 1988, el Instituto Latinoamericano de Salud Mental y Derechos Humanos (ILAS) ha realizado atención psicoterapéutica a víctimas de violaciones graves a los derechos humanos.
Estas situaciones las denominamos “traumatizaciones extremas”, con ello nos referimos a las que, originadas en el contexto político social de la dictadura militar (1973-1990), dieron origen a experiencias ligadas directamente a la tortura, a la muerte y a la desaparición, como una forma del ejercicio del poder (1).
Las experiencias traumáticas se caracterizan por su cualidad, su amplitud como por su falta de legitimidad social (la desmentida social), que perduró en la sociedad chilena durante décadas, y que no logran ser asimiladas en la estructura psíquica de las personas afectadas La sintomatología psíquica y física de las víctimas se convierte en el único “recuerdo” del trauma.
Para una parte importante de la sociedad chilena la tortura, como un método masivo de represión, de amenaza y silenciamiento, solo fue una realidad después de los 35 mil testimonios de la primera Comisión Nacional sobre Prisión Política y Tortura (CNPPT), conocida también como Comisión Valech 2003 -2004.
La vinculación con el contexto social es un eje central de nuestro trabajo psicoterapéutico con las personas que han sufrido violaciones a los derechos humanos.
Después de la declaración en la Comisión Valech, realizamos varios grupos de mujeres que, estando detenidas, sufrieron tortura sexual cuando tenían entre 17 y 24 años. En el momento de realizar los grupos, ellas tenían entre 50 y 60 años. Había pasado entre 25 y 30 años de haber sufrido la experiencia de detención y nunca habían hablado de la situación de tortura.
El contexto en el que se vive la experiencia de tortura sexual le señala a la mujer torturada, su inermidad y soledad. El mundo interno y externo se confunden en su cuerpo apartado, vendado y cansado en manos de un poder arbitrario y cruel, dispuesto a maltratarlo y, “si es necesario”, a destruirlo. Desprovisto de recursos materiales para defenderse, enfrenta una amenaza radical a su integridad física y psíquica, sin tercero a quien recurrir. Su vida y muerte dependen absolutamente del torturador. (2, 3)
La mayoría de nuestras pacientes dicen: sentirse “atemorizadas, muy desconfiadas, humilladas, avergonzadas e incluso culpables hasta hoy día”. Relatan cómo estos sentimientos se cronificaron debido al aislamiento y marginalidad que caracterizó la estigmatización de las víctimas, que implicó la pérdida de redes sociales y la dificultad de la inserción social y laboral
Pensamos que la subjetividad dañada de mujeres víctimas de la prisión y la tortura se puede reconstruir en el espacio intersubjetivo creado por todas las participantes del grupo, incluidas las terapeutas. Así, el grupo terapéutico se convierte en un espacio potencial (“holding, handling y presentación de objeto”) que reconstruye la confiabilidad del espacio “entre”: entre el sujeto y el ambiente, entre el sujeto y el otro. Es el espacio que reconstruye la subjetividad a partir de una relación dialéctica de reconocimiento con el “otro”, el lugar de la cultura, de la creatividad y el juego, “el lugar que permite la experiencia de estar vivo” (4).
De esta manera, el espacio del grupo, a pesar del horror y la desesperanza que contiene, también es un espacio de reconocimiento y validación. Cada una se ve reflejada en la experiencia de la otra y valida, con su participación, al resto de las mujeres del grupo.
Podríamos decir que las pacientes cuentan con un referente real y un espacio para dejar que aparezcan los recuerdos y las traumatizaciones, sin el temor o la angustia de que los fantasmas se conviertan en delirios. El setting se re-convierte así en un espacio social, que confirma su experiencia de padecimiento, ya que ella ha sido negada y desmentida en otros espacios sociales (2).
El trauma queda congelado en un presente eterno que atrapa y que retorna permanentemente. El trauma altera la temporalidad, se vive en un estado de alienación y extrañeza como en una realidad diferente a la de las otras personas, permaneciendo de alguna forma aislado del diálogo humano (5).
Es, particularmente, significativo lo que va ocurriendo al ir abordando las situaciones traumáticas, la persona quien relata, muchas veces no tiene las palabras para abordar lo que vivió y son las otras integrantes que van constituyendo un tejido de palabras y afectos ligados a la experiencia, donde la presencia de las otras y el reconocimiento permiten ir adentrándose en ese “hoyo negro” de la experiencia que fue congelada, para que sea validada como experiencia y le den sentido de realidad.
Frente a la impotencia y el desvalimiento aparecen recursos que le permitan “recuperarse”, pensar que pueden revertir la situación de violencia y desprotección a la que fueron sometidas.
En las últimas sesiones del grupo terapéutico las mujeres verbalizan el significado de la experiencia terapéutica grupal compartida, en el proceso de historización y reconstrucción de su subjetividad, reconociendo la presencia de la marca de la tortura, que hoy día forma parte de su historia pasada. Las integrantes del grupo validan la experiencia grupal, como un espacio de reconocimiento, no solo de lo que vivieron, si no de ellas mismas como personas.