El chiflón y el diablo

Por Fernando Contreras Muñoz, Psicólogo y Licenciado en Psicología, Pontificia Universidad Católica de Chile. Magíster (DEA) en Ciencias del Trabajo, Universidad Autónoma de Barcelona, España.

El jueves 5 de agosto, 33 trabajadores de la mina San José de Copiapó quedaron atrapados por un derrumbe en la faena. Afortunadamente, 17 días después, supimos que estaban con vida. Pero a pesar de las buenas noticias se vuelve muy inquietante la pregunta más general por las condiciones de trabajo que actualmente ofrecen las empresas chilenas.

La crudeza del trabajo revelado por el accidente es desmoralizante pues suponíamos que, quizás en forma mágica, el crecimiento económico traería nuevas prácticas y sería capaz de extinguir para siempre la precariedad histórica en las faenas mineras. No hay razones para este optimismo de tono ingenuo. La idea de que el beneficio de la empresa tiene prioridad sobre la protección de las personas está tristemente vigente y extendida.

Saber cómo se cuida la seguridad de los trabajadores se vuelve una pregunta vigente por razones éticas. También es económicamente justa, pues ellos son quienes aportan directamente a la creación de riqueza. Si esta respuesta es vacilante y pobre cuando se trata de una industria aventajada como es la minería chilena, ¿qué podemos esperar de rubros menos rentables?

Las respuestas organizacionales a la demanda por seguridad podrían diferenciarse según el tipo de empresa, definido por su tamaño y estilo de gestión. En varias de las grandes empresas mineras se ha hecho de la seguridad un requerimiento competitivo llevándola al estátus de un indicador de gestión valioso. Si bien esto no puede extinguir los riesgos, aterriza la consigna de la maximización conjunta de las utilidades y la seguridad. El fundamento de esta idea es que el entorno de la empresa –sus accionistas, reguladores, trabajadores, la sociedad en general– recibe señales de la preocupación genuina de la empresa y en el largo plazo se espera que la reputación construida signifique una diferencia con sus competidores.

¿Qué pasa en las pequeñas y medianas empresas? A menudo se dice que maximizar la seguridad no parece tan crucial como el control de los costos para la durabilidad del proyecto empresarial. Si se acepta este argumento es imperativo elevar la exigencia de los estándares legales, pues el debate ocurrirá respecto al cumplimiento de estos niveles mínimos y rara vez alcanzará a plantearse los niveles máximos deseables. Pero el caso de la mina San José es un ejemplo notorio de que esto no bastó para impedir numerosas situaciones graves incluso antes del derrumbe del 5 de agosto.

Fortalecer las atribuciones fiscalizadoras del Estado es el complemento lógico de aumentar la exigencia de las leyes. La eficacia de instituciones como la Dirección del Trabajo o Sernageomin –entre otras– depende de su competencia para sancionar infracciones, de acceder a recursos de distinto tipo y de tener personal suficiente y preparado. Parece sensato ampliar y mejorar la capacidad del aparato estatal en este tema.

No obstante, siempre hay un espacio al que la fiscalización no podrá llegar. Sin importar cuán sofisticada sea la legislación ni cuán robusto sea el control del gobierno, la empresa es un espacio de autonomía. Parece necesario insistir en la necesidad de diálogo social si se busca dar la misma prioridad a los objetivos económicos y a la promoción de los derechos de las personas. El diálogo social implica empresarios y sindicatos con poder de negociación.