La intervención psicológica en catástrofes y emergencias: un desafío para nuestra disciplina

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Por Irene Salvo Agoglia, Doctoranda en Psicología, Universidad de Buenos Aires. Académica del Área Clínica de la Facultad de Psicología, Universidad Alberto Hurtado.

“El epicentro del terremoto no es solo un lugar geográfico, sino que para nuestro campo, está en la cabeza de cada uno” (Bleichmar, 2010:42).

Los chilenos y chilenas crecemos sabiendo que “somos un país sísmico”, que las viviendas que habitamos se construyen de forma “sismo resistente”. Además, desde niños se nos enseña a responder del modo más adecuado a diversas situaciones de emergencia. Un ejemplo de ello es el Plan Integral de Seguridad Escolar Deyse (más conocido como Operación Deyse), que constituye un sistema de administración de emergencias aplicado en Chile para los complejos educacionales desde el año 1970. Las estadísticas internacionales sitúan a Chile dentro de los diez países con más gastos por desastres naturales en los últimos veinte años según lo indica el informe de la Oficina de las Naciones Unidas para la Reducción del Riesgo de Desastres (UNISDR). En virtud de ello se han desarrollado múltiples iniciativas para responder -de la forma más oportuna y adecuada- a estas situaciones. Es así como en julio recién pasado, autoridades chilenas y japonesas firmaron un memorando de cooperación para la reducción de riesgos en desastres con el objeto de promover un programa de formación especializada para unos 2000 profesionales de América Latina y el Caribe.

Más allá de los necesarios intentos de colaboración y/o preparación, es sabido que cuando una catástrofe y emergencia llega, gran parte de la situación es imposible de prever o de controlar ya que esta puede alcanzar un impacto subjetivo completamente inesperado. A más de cuatro años de la catástrofe que vivimos como país a causa del terremoto del 27 de febrero de 2010, nos volvemos a interrogar sobre cuál es el lugar profesional de la psicología en acontecimientos de esta índole y cuáles son los aportes desde nuestra disciplina frente al padecimiento subjetivo que una catástrofe de esta magnitud puede acarrear en la población.

Por sus efectos devastadores, una catástrofe puede ser considerada como una situación extrema que somete a las sociedades y a los individuos que la componen a un estado de emergencia. Según Sigales Ruiz (2006) son un agente agresor que puede ser la fuente de psico-traumatismos diversos. La catástrofe como situación extrema deja a los sujetos que la atraviesan enfrentados a un impacto emocional intenso que les exige una respuesta de adaptación que puede ser vivido como excesivo para sus capacidades de afrontamiento previas. Esta población en su mayoría “no clínica” se convierte de un momento a otro en víctimas directas o indirectas que requieren de atención oportuna y especializada como forma de mitigar las posibles consecuencias psíquicas en el corto, mediano y largo plazo.

Frente a estos padecimientos, la Psicología de las Emergencias se ha convertido progresivamente en un cuerpo de conocimientos cada vez más sistematizado tanto a nivel nacional¹ como internacional para hacer frente a terremotos, inundaciones, incendios catastróficos, etc., (todos hechos ampliamente cubiertos por los medios de comunicación masiva). Es posible rastrear la trayectoria de esta especialidad desde inicios del siglo XX hasta nuestros días en diversos aportes realizados por psicólogos en eventos como los mencionados (Freud, 1904; Stierlin, 1909, Lindermann, 1944, entre muchos otros). Pese a ello, no parece ser el ámbito de intervención más habitual para un/a psicólogo/a. Como refiere Parada (2009), resulta más familiar brindar ayuda en escenarios relativamente estables y/o predecibles como son las consultas clínicas privadas, centros de salud, hospitales-donde las personas acuden por algún problema o malestar subjetivo más o menos específico- que prestar ayuda psicológica en settings más desestructurados e incluso más arriesgados en momentos especialmente críticos e imprevistos.

La necesidad de especialización en esta materia continua resultando pertinente y las instituciones académico-formativas tenemos la responsabilidad de transmitir en diversas instancias que la labor clínica no solo tiene que ver con el ejercicio tradicional de la psicoterapia, sino que existen una serie de intervenciones posibles de realizar en contextos menos predecibles y estructurados, que requieren otro tipo de herramientas, actitudes y habilidades profesionales, ligadas principalmente con el encuadre propio de la intervención en crisis (Benveniste, 2000). En efecto, el campo de estudios y de intervención actual de la Psicología de las Emergencias cuenta con una serie de protocolos, pautas y herramientas para diagnosticar, abordar y gestionar dinámicas múltiples en distintos ámbitos (comunidad, familia, individuo, etc.), niveles (primeros auxilios psicológicos, intervención en crisis de primer y segundo orden, etc.) y con distintos afectados (victimas, intervinientes, etc.) que son necesarios conocer. Junto con ello, resulta clave formar actitudes profesionales como la flexibilidad, a sabiendas que la complejidad de las variables contextuales y personales involucradas en una situación de emergencia siempre desbordará la planificación e interpelará nuestras capacidades de variar y de adaptar los conocimientos para cada caso.


1. Se aprecia la conformación de diversos grupos profesionales y asociaciones especializadas como la Sociedad Chilena de Psicología de las Emergencias y desastres (SOCHPED).

• Benveniste, D. (2000) Intervención en crisis después de grandes desastres. Trópicos: Revista de la Sociedad Psicoanalítica de Caracas. VIII (I).
• Bleichmar, S. (2010). Psicoanálisis extramuros. Puesta a prueba frente a lo traumático. Entreideas: Buenos Aires.
• Parada, E. (Coord.) (2009). Psicología y emergencia. Habilidades psicológicas en las profesiones de socorro y emergencia. Desclé de Brouwer: Bilbao.
• Sigales Ruiz, S.R. (2006). Catástrofe, víctimas y trastornos: Hacia una definición en psicología. Anales de psicología. 22 (1), 11-21.