La centralidad del trabajo en nuestras vidas es innegable, no solo nos provee de sustento económico, sino que también cumple una función social relevante en el desarrollo de la identidad, establecimiento de vínculos, e incluso juega un rol importante en la puesta en juego de nuestras habilidades y competencias.
Pasamos gran parte de nuestro día a día y años de vida en el trabajo o en función de él. Sin embargo, tal como plantea la abogada Natalia Gherardi (en su libro compilatorio: Justicia, género y trabajo), el empleo se organizó sin necesidad de prestar mayor atención a lo que ocurrió en lo doméstico, pudiendo ampliar esta referencia a todo lo que abarca nuestras vidas fuera de lo laboral.
Y si bien no podemos negar que la reducción de la jornada laboral en nuestro país entraña desafíos para las empresas, no solo frente al cumplimiento de ley, sino que también a aspectos que modifican la cultura laboral y el cómo organizamos el trabajo. También es relevante que sumemos a este debate, datos que han sido relegados por la predominancia del discurso en torno a la productividad y las ganancias o pérdidas económicas, como si fueran elementos que no se interrelacionan.
De acuerdo a la última Encuesta Nacional de Uso del Tiempo, no es una novedad que en el país se ocupa más de un tercio del día en asuntos laborales, incluyendo los tiempos de traslado. Si a esto le sumamos que, el tiempo de ocio y vida social, y la satisfacción con la cantidad y calidad de tiempo libre disminuye entre los 25 a 65 años -edades en las que no sólo ocurre la incorporación al mercado laboral, sino que también se asocian a mayor productividad-; y que el tiempo de trabajo doméstico y de cuidado fluctúa entre las 2 a 5 horas diarias aproximadamente -siendo las mujeres quienes doblan la cantidad de tiempo en comparación con sus pares masculinos-, resulta coherente que nos cuestionemos la cantidad de horas que utilizamos en función del trabajo.
Por si no fuera suficiente, en materia de salud y seguridad, de acuerdo con cifras de la Superintendencia de Seguridad Social, las enfermedades de salud mental ocasionadas por el trabajo han sido una de las más prevalentes desde hace más de cinco años. Estamos frente a un panorama en donde no sólo pasamos gran cantidad de tiempo en el trabajo, sino que los efectos nocivos de estos ambientes de trabajo están dañando la salud de trabajadores y trabajadoras.
La motivación tras la ley de las 40 horas se sustenta tanto en problemáticas de la población trabajadora, en las directrices de organismos internacionales como la OIT e incluso por la evidencia científica internacional, en la que se indica que aspectos como la recuperación y descanso entre jornadas de trabajo tienen efectos positivos sobre la calidad del sueño, el incremento de estados de ánimo positivos e incluso el aumento del rendimiento laboral.
A fin de cuentas y tomando en consideración estos antecedentes en el debate, se puede entender por qué 12 minutos diarios no revisten una diferencia en la vida de las personas trabajadoras de este país.
La centralidad del trabajo en nuestras vidas es innegable, no solo nos provee de sustento económico, sino que también cumple una función social relevante en el desarrollo de la identidad, establecimiento de vínculos, e incluso juega un rol importante en la puesta en juego de nuestras habilidades y competencias.
Pasamos gran parte de nuestro día a día y años de vida en el trabajo o en función de él. Sin embargo, tal como plantea la abogada Natalia Gherardi (en su libro compilatorio: Justicia, género y trabajo), el empleo se organizó sin necesidad de prestar mayor atención a lo que ocurrió en lo doméstico, pudiendo ampliar esta referencia a todo lo que abarca nuestras vidas fuera de lo laboral.
Y si bien no podemos negar que la reducción de la jornada laboral en nuestro país entraña desafíos para las empresas, no solo frente al cumplimiento de ley, sino que también a aspectos que modifican la cultura laboral y el cómo organizamos el trabajo. También es relevante que sumemos a este debate, datos que han sido relegados por la predominancia del discurso en torno a la productividad y las ganancias o pérdidas económicas, como si fueran elementos que no se interrelacionan.
De acuerdo a la última Encuesta Nacional de Uso del Tiempo, no es una novedad que en el país se ocupa más de un tercio del día en asuntos laborales, incluyendo los tiempos de traslado. Si a esto le sumamos que, el tiempo de ocio y vida social, y la satisfacción con la cantidad y calidad de tiempo libre disminuye entre los 25 a 65 años -edades en las que no sólo ocurre la incorporación al mercado laboral, sino que también se asocian a mayor productividad-; y que el tiempo de trabajo doméstico y de cuidado fluctúa entre las 2 a 5 horas diarias aproximadamente -siendo las mujeres quienes doblan la cantidad de tiempo en comparación con sus pares masculinos-, resulta coherente que nos cuestionemos la cantidad de horas que utilizamos en función del trabajo.
Por si no fuera suficiente, en materia de salud y seguridad, de acuerdo con cifras de la Superintendencia de Seguridad Social, las enfermedades de salud mental ocasionadas por el trabajo han sido una de las más prevalentes desde hace más de cinco años. Estamos frente a un panorama en donde no sólo pasamos gran cantidad de tiempo en el trabajo, sino que los efectos nocivos de estos ambientes de trabajo están dañando la salud de trabajadores y trabajadoras.
La motivación tras la ley de las 40 horas se sustenta tanto en problemáticas de la población trabajadora, en las directrices de organismos internacionales como la OIT e incluso por la evidencia científica internacional, en la que se indica que aspectos como la recuperación y descanso entre jornadas de trabajo tienen efectos positivos sobre la calidad del sueño, el incremento de estados de ánimo positivos e incluso el aumento del rendimiento laboral.
A fin de cuentas y tomando en consideración estos antecedentes en el debate, se puede entender por qué 12 minutos diarios no revisten una diferencia en la vida de las personas trabajadoras de este país.