Experiencias laborales en pandemia: diversidad y necesidad de diálogo

Columna de opinión de Álvaro Soto publicada en El Mostrador el 10 de agosto de 2020


El debate en estos días se ha centrado en cómo enfrentar la dimensión social de la pandemia. El retiro del 10% de los fondos de pensión, las medidas para “la clase media” o para la protección al empleo, reconocen el enorme deterioro de las condiciones de vida de muchas chilenas y muchos chilenos. Condiciones bien conocidas por todos, en un Chile que estalló de descontento en octubre y que, desde marzo, solo ha vivido la agudización de ciertas condiciones que vienen a enrostrarnos, de una manera casi dramática y con ollas comunes de por medio, los efectos de las transformaciones que se han desarrollado en el mundo del trabajo en las últimas décadas.

La “flexibilidad laboral” se ha instalado transversalmente, a partir de sostenidos procesos de fragmentación y de externalización de funciones que han desarrollado las empresas e instituciones, buscando reducir costos (generalmente precarizando la mano de obra tercerizada) y responder con mayor rapidez y agudeza a las permanentemente cambiantes condiciones de la demanda.

Fenómenos fuertemente valorados en el mundo de la gestión, como el trabajo en red, el emprendimiento o el trabajo independiente, suelen esconder la informalidad y la precariedad, facetas menos glamorosas del trabajo flexible.

Tal como lo han propuesto recientemente Antonio Stecher y Vicente Sisto, la precariedad laboral en Chile se ancla estructuralmente y se vive subjetivamente, a partir de la masificación de experiencias tales como la intensificación de la carga de trabajo, la flexibilización de las jornadas laborales, la indiferenciación de tiempos y espacios de trabajo y de no trabajo, la exposición a exigentes sistemas de evaluación y metas, el cambio constante de jefaturas, el debilitamiento de colectivos de trabajo, o la excesiva y vacía exigencia de identificación con la empresa.

Pero no todas las experiencias laborales son iguales, ya que las condiciones estructurales en la que se despliega el trabajo tampoco lo son. En esta crisis es posible pensar en algunas “situaciones tipo”, diferentes entre sí, que están definiendo experiencias heterogéneas:

1.- Personas desempleadas que ven agudizado el sufrimiento habitual de la cesantía ante la imposibilidad de buscar trabajo, generando angustia y un ciclo de desvalorización de sí mismas difícil de revertir.

2.- Trabajadores y trabajadoras informales que no pueden ejercer su actividad, ni generar ingresos, por lo que sus condiciones materiales se precarizan, dando forma a un sufrimiento agudo asociado a la vulneración de derechos fundamentales, a maltrato de parte de quienes tienen el poder en la relación comercial o laboral, a no ciudadanía y exclusión.

3.- Trabajadores y trabajadoras en plataformas (la “uberización” del trabajo), que bajo la ilusión de la autonomía y de la ausencia de jefatura, esconden la experiencia cotidiana de sobrexigencia y desgaste, a la que hoy se suman las casi nulas medidas de protección (no hay un empleador que se haga responsable) y los consecuentes riesgos para la propia salud y la de su entorno.

4.- Trabajo presencial obligado de baja calificación en el sector servicios, con malas rentas, altas tasas de rotación, modificación unilateral de sus condiciones de empleo (reducción de jornadas y/o de salarios) y la amenaza permanente del desempleo.

5.- Trabajadores y trabajadoras de la salud y otros servicios sociales fundamentales, que han sido exaltados como héroes y heroínas, lo que choca con la experiencia de vulneración de condiciones laborales mínimas que estos trabajadores y trabajadoras han denunciado históricamente.

6.- El “teletrabajo improvisado”, expuestos a la sobreexigencia, al desborde y a tensiones producto del excesivo control de algunas jefaturas o de jornadas rígidas difíciles de implementar en los hogares, muchas veces con trabajadoras o trabajadores que están al cuidado de otros, sin soportes sociales disponibles para estas funciones.

Se ha insistido en que esta crisis ofrece oportunidades para innovar en la organización de la producción y del trabajo, lo que podría traer beneficios para organizaciones y trabajadores. Desde una perspectiva más escéptica, la situación laboral se ha vuelto un laboratorio en el que se ensayan nuevas fórmulas de racionalización capitalista centradas en la informatización e informalización del trabajo.

Hoy tenemos la oportunidad de debatir y acordar nuevos principios de convivencia y de protección social, pero esto no puede hacerse sin democratizar el debate e incluir la diversidad de situaciones y experiencias de las trabajadoras y los trabajadores.

Aunque en varios países los sindicatos han participado activamente en las decisiones sobre medidas de emergencia, en el caso chileno han sido ignorados de la discusión, excepto en casos muy específicos. En la mayoría de las instituciones públicas y privadas las decisiones parecen estar tomándose de manera unilateral y errática, como el intento de retorno gradual de las funcionarias y los funcionarios públicos en abril.

Así también, las políticas de empleo hasta ahora instaladas en la crisis han marginado a importantes grupos de trabajadoras y trabajadores. Por ejemplo, la Ley de Protección al Empleo, que dilapida los fondos individuales del seguro de desempleo y no se hace cargo del riesgo evidente de futuro despido.

Este es el momento de repensar las políticas de protección social, ya sea vinculadas o no al empleo, a partir de un diálogo social entre los actores laborales en sus diferentes niveles, que permita disminuir la evidente brecha entre el mundo del trabajo supuesto por la institucionalidad y la realidad laboral aquí esbozada, para avanzar hacia el empoderamiento y la inclusión social. Siguiendo a Abarzúa & Ljubetic, lo que está en juego aquí refiere a la legitimidad de las medidas y a la reconstrucción del tejido social.


Puedes leer esta columna de opinión directamente en El Mostrador aquí: Leer columna Álvaro Soto

Experiencias laborales en pandemia: diversidad y necesidad de diálogo

Columna de opinión de Álvaro Soto publicada en El Mostrador el 10 de agosto de 2020


El debate en estos días se ha centrado en cómo enfrentar la dimensión social de la pandemia. El retiro del 10% de los fondos de pensión, las medidas para “la clase media” o para la protección al empleo, reconocen el enorme deterioro de las condiciones de vida de muchas chilenas y muchos chilenos. Condiciones bien conocidas por todos, en un Chile que estalló de descontento en octubre y que, desde marzo, solo ha vivido la agudización de ciertas condiciones que vienen a enrostrarnos, de una manera casi dramática y con ollas comunes de por medio, los efectos de las transformaciones que se han desarrollado en el mundo del trabajo en las últimas décadas.

La “flexibilidad laboral” se ha instalado transversalmente, a partir de sostenidos procesos de fragmentación y de externalización de funciones que han desarrollado las empresas e instituciones, buscando reducir costos (generalmente precarizando la mano de obra tercerizada) y responder con mayor rapidez y agudeza a las permanentemente cambiantes condiciones de la demanda.

Fenómenos fuertemente valorados en el mundo de la gestión, como el trabajo en red, el emprendimiento o el trabajo independiente, suelen esconder la informalidad y la precariedad, facetas menos glamorosas del trabajo flexible.

Tal como lo han propuesto recientemente Antonio Stecher y Vicente Sisto, la precariedad laboral en Chile se ancla estructuralmente y se vive subjetivamente, a partir de la masificación de experiencias tales como la intensificación de la carga de trabajo, la flexibilización de las jornadas laborales, la indiferenciación de tiempos y espacios de trabajo y de no trabajo, la exposición a exigentes sistemas de evaluación y metas, el cambio constante de jefaturas, el debilitamiento de colectivos de trabajo, o la excesiva y vacía exigencia de identificación con la empresa.

Pero no todas las experiencias laborales son iguales, ya que las condiciones estructurales en la que se despliega el trabajo tampoco lo son. En esta crisis es posible pensar en algunas “situaciones tipo”, diferentes entre sí, que están definiendo experiencias heterogéneas:

1.- Personas desempleadas que ven agudizado el sufrimiento habitual de la cesantía ante la imposibilidad de buscar trabajo, generando angustia y un ciclo de desvalorización de sí mismas difícil de revertir.

2.- Trabajadores y trabajadoras informales que no pueden ejercer su actividad, ni generar ingresos, por lo que sus condiciones materiales se precarizan, dando forma a un sufrimiento agudo asociado a la vulneración de derechos fundamentales, a maltrato de parte de quienes tienen el poder en la relación comercial o laboral, a no ciudadanía y exclusión.

3.- Trabajadores y trabajadoras en plataformas (la “uberización” del trabajo), que bajo la ilusión de la autonomía y de la ausencia de jefatura, esconden la experiencia cotidiana de sobrexigencia y desgaste, a la que hoy se suman las casi nulas medidas de protección (no hay un empleador que se haga responsable) y los consecuentes riesgos para la propia salud y la de su entorno.

4.- Trabajo presencial obligado de baja calificación en el sector servicios, con malas rentas, altas tasas de rotación, modificación unilateral de sus condiciones de empleo (reducción de jornadas y/o de salarios) y la amenaza permanente del desempleo.

5.- Trabajadores y trabajadoras de la salud y otros servicios sociales fundamentales, que han sido exaltados como héroes y heroínas, lo que choca con la experiencia de vulneración de condiciones laborales mínimas que estos trabajadores y trabajadoras han denunciado históricamente.

6.- El “teletrabajo improvisado”, expuestos a la sobreexigencia, al desborde y a tensiones producto del excesivo control de algunas jefaturas o de jornadas rígidas difíciles de implementar en los hogares, muchas veces con trabajadoras o trabajadores que están al cuidado de otros, sin soportes sociales disponibles para estas funciones.

Se ha insistido en que esta crisis ofrece oportunidades para innovar en la organización de la producción y del trabajo, lo que podría traer beneficios para organizaciones y trabajadores. Desde una perspectiva más escéptica, la situación laboral se ha vuelto un laboratorio en el que se ensayan nuevas fórmulas de racionalización capitalista centradas en la informatización e informalización del trabajo.

Hoy tenemos la oportunidad de debatir y acordar nuevos principios de convivencia y de protección social, pero esto no puede hacerse sin democratizar el debate e incluir la diversidad de situaciones y experiencias de las trabajadoras y los trabajadores.

Aunque en varios países los sindicatos han participado activamente en las decisiones sobre medidas de emergencia, en el caso chileno han sido ignorados de la discusión, excepto en casos muy específicos. En la mayoría de las instituciones públicas y privadas las decisiones parecen estar tomándose de manera unilateral y errática, como el intento de retorno gradual de las funcionarias y los funcionarios públicos en abril.

Así también, las políticas de empleo hasta ahora instaladas en la crisis han marginado a importantes grupos de trabajadoras y trabajadores. Por ejemplo, la Ley de Protección al Empleo, que dilapida los fondos individuales del seguro de desempleo y no se hace cargo del riesgo evidente de futuro despido.

Este es el momento de repensar las políticas de protección social, ya sea vinculadas o no al empleo, a partir de un diálogo social entre los actores laborales en sus diferentes niveles, que permita disminuir la evidente brecha entre el mundo del trabajo supuesto por la institucionalidad y la realidad laboral aquí esbozada, para avanzar hacia el empoderamiento y la inclusión social. Siguiendo a Abarzúa & Ljubetic, lo que está en juego aquí refiere a la legitimidad de las medidas y a la reconstrucción del tejido social.


Puedes leer esta columna de opinión directamente en El Mostrador aquí: Leer columna Álvaro Soto