En febrero de 2020, se aprobó en el Congreso Nacional la modificación a la Ley 19.928, Sobre Fomento de la Música Chilena, dando lugar a la Ley 21.205, conocida como la “Ley del Telonero”. Esta disposición establece que los conciertos efectuados por artistas internacionales deben incluir al menos un artista o agrupación chilena, con el propósito de fomentar la música nacional. Sin embargo, lo que prometía ser un hito en la promoción de los talentos locales se ha convertido, para muchos, en una experiencia que raya en lo abusivo y precarizante.
El pasado 30 de noviembre, el medio nacional The Clinic publicó un reportaje que reveló una serie de irregularidades atribuibles a la productora DG Medios. Según se documentó, en al menos 11 casos ésta exigió que los músicos chilenos encargados de abrir los espectáculos de artistas internacionales entregaran entre el 35 % y el 50 % de los ingresos obtenidos por su trabajo. Esto, además de contravenir el espíritu de la Ley del Telonero, se suma al beneficio tributario que reciben las productoras al incluir artistas nacionales en sus eventos, generando una paradoja indignante: los mismos músicos que deberían ser protegidos terminan subsidiando los costos de una industria que los explota.
“Algo que pudo ser hermoso termina siendo uno de los días más oscuros de tu vida. Ves el lugar repleto de gente mirando cómo te roban”, señala un artista afectado. Sus palabras resuenan como un eco del desamparo que atraviesa a quienes intentan abrirse camino en un sistema que no sólo los precariza, sino que también los abusa. Esto deja en evidencia una dimensión más profunda del problema: no es únicamente la precarización laboral lo que erosiona la experiencia del artista, sino el abuso sistemático que ejerce una industria musical mercantilizada y desprovista de escrúpulos.
El actual panorama laboral de los músicos en Chile está atravesado por bajos ingresos y una inestabilidad crónica. Según el Observatorio Digital de la Música Chilena (2022), sólo un 20 % de los compositores y autores declara que la música es su principal fuente de ingresos, mientras que la mayoría debe complementarla con otras actividades para subsistir. Esta precariedad no sólo afecta las condiciones materiales de los músicos, sino que configura sus propias subjetividades, impactando así en sus procesos creativos y su relación con el arte.
El “abuso de posición dominante” de las grandes productoras, como señala Rodrigo Osorio, presidente de la Sociedad Chilena de Autores e Intérpretes Musicales (SCD), es una expresión clara de cómo las dinámicas de poder deforman las relaciones laborales en la industria musical. “Cuando DG Medios te ofrece algo como esto, sabe lo que te está ofreciendo, sabe lo importante que es para ti, para tu carrera, y por esa razón te muñequean”, señala otro artista, evidenciando el tipo de extorsión emocional al que son sometidos.
De esta forma, la dimensión afectiva de esta forma de abuso es profunda. Los músicos, lejos de sentirse respaldados, enfrentan el miedo constante de que cualquier intento de denuncia podría clausurar sus ya limitadas oportunidades. “Si uno va con nombre y apellido y denuncia, funa, o hace algo, el único perjudicado va a ser ese artista, que no lo van a llamar más”, explica otro afectado, revelando cómo el temor a ser tachado de “conflictivo” los paraliza. Este aislamiento no sólo perpetúa las malas prácticas, sino que también despoja a los artistas de las redes de apoyo necesarias para resistir.
La precariedad se convierte en un componente central de la experiencia artística. Como señalan Toval-Gajardo, Larraín y Soto (2023), el artista transita constantemente por el borde de un abismo, enfrentando el riesgo de perderse a sí mismo en un sistema que exige flexibilidad y autoexplotación, al tiempo que le niega estabilidad y reconocimiento. La creación, lejos de ser un refugio, se convierte en un acto de resistencia frente a un entorno hostil.
La música, en este contexto, no emerge como una elección racional ni como un medio exclusivamente mercantil. Es, como lo describen los mismos artistas, una trampa afectiva. “Estaba súper feliz, pero en el fondo sabía que me estaban cagando”, comparte uno de los afectados, sintetizando la ambivalencia emocional que define su vínculo con el arte. Este sentimiento refleja la paradoja del músico en la actualidad: atrapado entre la pasión por su oficio y las dinámicas explotadoras que lo sostienen.
Además, como lo destacan las investigaciones de Toval-Gajardo et al. (2024), la creación artística no puede disociarse de las condiciones materiales de vida de los artistas. Su experiencia está atravesada por una constante tensión entre las exigencias del mercado y su deseo de autenticidad, lo que erosiona tanto su bienestar como su capacidad creativa. En palabras de otro músico, “tú les estás depositando una plata con la que al final terminas cubriendo todos tus gastos… lo que debería salir de su bolsillo”.
El reportaje de The Clinic no sólo denuncia una práctica abusiva, sino que también ilumina una herida más profunda: el abandono estructural de la música chilena. La precarización no es sólo una cuestión de ingresos, sino un ataque a la dignidad y al valor de los artistas como sujetos creativos y sociales.
En este sentido, la defensa de los derechos laborales en la industria musical no es un tema exclusivo de los músicos, sino una causa que interpela a toda la sociedad. Si queremos un arte que nos refleje, que nos transforme y que nos humanice, debemos proteger a quienes lo hacen posible. Porque, como bien lo muestran estos relatos, el abismo al que los enfrentamos no sólo es suyo, sino nuestro.
Por Mauricio Toval-Gajardo doctorando en Psicología UAH y Matías Pinto-Laulié, Psicología UDP
En febrero de 2020, se aprobó en el Congreso Nacional la modificación a la Ley 19.928, Sobre Fomento de la Música Chilena, dando lugar a la Ley 21.205, conocida como la “Ley del Telonero”. Esta disposición establece que los conciertos efectuados por artistas internacionales deben incluir al menos un artista o agrupación chilena, con el propósito de fomentar la música nacional. Sin embargo, lo que prometía ser un hito en la promoción de los talentos locales se ha convertido, para muchos, en una experiencia que raya en lo abusivo y precarizante.
El pasado 30 de noviembre, el medio nacional The Clinic publicó un reportaje que reveló una serie de irregularidades atribuibles a la productora DG Medios. Según se documentó, en al menos 11 casos ésta exigió que los músicos chilenos encargados de abrir los espectáculos de artistas internacionales entregaran entre el 35 % y el 50 % de los ingresos obtenidos por su trabajo. Esto, además de contravenir el espíritu de la Ley del Telonero, se suma al beneficio tributario que reciben las productoras al incluir artistas nacionales en sus eventos, generando una paradoja indignante: los mismos músicos que deberían ser protegidos terminan subsidiando los costos de una industria que los explota.
“Algo que pudo ser hermoso termina siendo uno de los días más oscuros de tu vida. Ves el lugar repleto de gente mirando cómo te roban”, señala un artista afectado. Sus palabras resuenan como un eco del desamparo que atraviesa a quienes intentan abrirse camino en un sistema que no sólo los precariza, sino que también los abusa. Esto deja en evidencia una dimensión más profunda del problema: no es únicamente la precarización laboral lo que erosiona la experiencia del artista, sino el abuso sistemático que ejerce una industria musical mercantilizada y desprovista de escrúpulos.
El actual panorama laboral de los músicos en Chile está atravesado por bajos ingresos y una inestabilidad crónica. Según el Observatorio Digital de la Música Chilena (2022), sólo un 20 % de los compositores y autores declara que la música es su principal fuente de ingresos, mientras que la mayoría debe complementarla con otras actividades para subsistir. Esta precariedad no sólo afecta las condiciones materiales de los músicos, sino que configura sus propias subjetividades, impactando así en sus procesos creativos y su relación con el arte.
El “abuso de posición dominante” de las grandes productoras, como señala Rodrigo Osorio, presidente de la Sociedad Chilena de Autores e Intérpretes Musicales (SCD), es una expresión clara de cómo las dinámicas de poder deforman las relaciones laborales en la industria musical. “Cuando DG Medios te ofrece algo como esto, sabe lo que te está ofreciendo, sabe lo importante que es para ti, para tu carrera, y por esa razón te muñequean”, señala otro artista, evidenciando el tipo de extorsión emocional al que son sometidos.
De esta forma, la dimensión afectiva de esta forma de abuso es profunda. Los músicos, lejos de sentirse respaldados, enfrentan el miedo constante de que cualquier intento de denuncia podría clausurar sus ya limitadas oportunidades. “Si uno va con nombre y apellido y denuncia, funa, o hace algo, el único perjudicado va a ser ese artista, que no lo van a llamar más”, explica otro afectado, revelando cómo el temor a ser tachado de “conflictivo” los paraliza. Este aislamiento no sólo perpetúa las malas prácticas, sino que también despoja a los artistas de las redes de apoyo necesarias para resistir.
La precariedad se convierte en un componente central de la experiencia artística. Como señalan Toval-Gajardo, Larraín y Soto (2023), el artista transita constantemente por el borde de un abismo, enfrentando el riesgo de perderse a sí mismo en un sistema que exige flexibilidad y autoexplotación, al tiempo que le niega estabilidad y reconocimiento. La creación, lejos de ser un refugio, se convierte en un acto de resistencia frente a un entorno hostil.
La música, en este contexto, no emerge como una elección racional ni como un medio exclusivamente mercantil. Es, como lo describen los mismos artistas, una trampa afectiva. “Estaba súper feliz, pero en el fondo sabía que me estaban cagando”, comparte uno de los afectados, sintetizando la ambivalencia emocional que define su vínculo con el arte. Este sentimiento refleja la paradoja del músico en la actualidad: atrapado entre la pasión por su oficio y las dinámicas explotadoras que lo sostienen.
Además, como lo destacan las investigaciones de Toval-Gajardo et al. (2024), la creación artística no puede disociarse de las condiciones materiales de vida de los artistas. Su experiencia está atravesada por una constante tensión entre las exigencias del mercado y su deseo de autenticidad, lo que erosiona tanto su bienestar como su capacidad creativa. En palabras de otro músico, “tú les estás depositando una plata con la que al final terminas cubriendo todos tus gastos… lo que debería salir de su bolsillo”.
El reportaje de The Clinic no sólo denuncia una práctica abusiva, sino que también ilumina una herida más profunda: el abandono estructural de la música chilena. La precarización no es sólo una cuestión de ingresos, sino un ataque a la dignidad y al valor de los artistas como sujetos creativos y sociales.
En este sentido, la defensa de los derechos laborales en la industria musical no es un tema exclusivo de los músicos, sino una causa que interpela a toda la sociedad. Si queremos un arte que nos refleje, que nos transforme y que nos humanice, debemos proteger a quienes lo hacen posible. Porque, como bien lo muestran estos relatos, el abismo al que los enfrentamos no sólo es suyo, sino nuestro.
Por Mauricio Toval-Gajardo doctorando en Psicología UAH y Matías Pinto-Laulié, Psicología UDP