Protesta social en Chile: cuando la indignación no alcanza

Por José Antonio Román Brugnoli*, Sebastián Ibarra González** y Antonia Larraín Sutil***

*Psicólogo y Licenciado en Psicología, PUC. Master en Programación Neuro Lingüística (PNL), Institut Gestalt Barcelona, España. Magíster y Doctor en Psicología Social, Universidad Autónoma de Barcelona, España. ** Sociólogo, Universidad e Chile. Magíster en Sociología, Pontifica Universidad Católica de Chile. *** Psicóloga y Licenciada en Psicología, Pontificia Universidad Católica de Chile. Doctora en Psicología, Pontificia Universidad Católica de Chile.

En la última década la sociedad chilena ha sido testigo y actor de un progresivo aumento de la protesta social como vehículo para la defensa de derechos sociales vulnerados, al punto que a la fecha, recibimos noticia casi cada semana de alguna movilización colectiva que levanta su demanda ante la opinión pública.

Unas se han desarrollado como movilizaciones contingentes para resolver problemas locales (vecinales, medioambientales o de segregación territorial), mientras que otras se han articulado en movimientos sociales más estables con marcos de justificación más amplios (como el movimiento estudiantil, el movimiento mapuche y el movimiento por la igualdad y la diversidad sexual). Su gestación y modos de organización interna, su integración con organizaciones preexistentes y su articulación con organizaciones no gubernamentales o partidos políticos, son muy diferentes. En algunas sus planteamientos comprometen modificaciones estructurales en el entendimiento y aseguramiento de los derechos sociales demandados; mientras que otras se limitan a exigir eficiencia y probidad en los sistemas que actualmente les administran.

Una parte muy importante de esta protesta se ha realizado en torno a la defensa del derecho a la vida, en un sentido amplio. Es así como organizaciones de pescadores artesanales en diversas caletas del país, y comunidades agrícolas de norte a sur, han protestado defendiendo el derecho a una subsistencia en el oficio que tradicionalmente han desarrollado. Resienten los efectos de la contaminación proveniente de la minería, las termoeléctricas, las forestales y la producción de celulosa. Adicionalmente el mundo de la pesca artesanal aqueja la depredación de recursos marinos por parte de la pesca industrial.

También existe una protesta social que se ha articulado como barrio o vecindad en la defensa del derecho a que su calidad de vida no sea atropellada por mega proyectos inmobiliarios o dañada producto de la contaminación derivada de procesos industriales próximos. En algunos casos esta protesta se ha ampliado a la defensa del patrimonio arquitectónico y el derecho a la ciudad.

Por su lado, en los movimientos indígenas, principalmente mapuche, rapanui y aymara,  se levanta una demanda por su derecho a existir y subsistir como pueblos en sus territorios ancestrales en el seno de su cultura originaria; lo que actualmente se ve amenazado por intereses de grandes capitales privados, y por la actual institucionalidad del Estado chileno, que no les reconoce en su calidad de pueblos y no contempla los mecanismos necesarios para procurarles un contexto propicio para su reproducción cultural.

Desde regiones la protesta social ha puesto sobre la mesa un cuestionamiento de las actuales relaciones centro- regiones, en la que se ha demandado una mayor autonomía en la disposición de los recursos regionales,  acusando inequidad en la actual distribución de los recursos nacionales, a veces sosteniéndose también en una identidad regional (recordar las movilizaciones en Aysén en febrero y marzo recién pasados).

Dentro de plataformas más amplias y transversales, encontramos una protesta social vinculada al derecho a la educación, al trabajo, al medio ambiente y a la igualdad y diversidad sexual. El movimiento estudiantil en sus dos versiones recientes, la secundaria (“la revolución pingüina”) y la presente, se ha congregado alrededor de la defensa del derecho a una educación gratuita, de calidad e igualitaria; planteamiento que exige un cambio radical en el modelo educacional. En tanto, la protesta social sobre el derecho al trabajo y sus condiciones, ha tenido como soportes fundamentales en su movilización social, el gremial (por ejemplo, de los trabajadores de la salud pública, de los profesores, y en el de los funcionarios públicos); y otro sindical, intersectorial a través de las confederaciones existentes, y de sindicatos de empresa en procesos de negociación colectiva.

En lo medioambiental, una parte de la protesta social se ha articulado alrededor de demandas locales de comunidades afectadas por procesos industriales, pero otra se ha levantado a nivel nacional basada en argumentos ecológicos de sustentabilidad y también de protección del patrimonio público de la belleza del paraje y su biodiversidad (como en la plataforma de “Patagonia sin represas”). Finalmente, el movimiento por la igualdad y diversidad sexual, ha sido convocado en torno a la defensa del derecho al reconocimiento de la diversidad en igualdad y al rechazo a la discriminación por atribuciones de identidad sexual.

De manera más débil y más intermitente, ha tenido cabida una protesta social dirigida a defender el derecho de los chilenos de ser los beneficiarios mayores de la explotación de los recursos mineros del país (como por ejemplo, recientemente el litio).

Esta protesta social también difiere en el tratamiento que ha recibido por parte del Estado y de los medios de comunicación. Sólo por dar un ejemplo, es contrastante la recepción del Estado de la movilización por la igualdad y la diversidad sexual, en cuya última marcha se publicitó incluso la participación de un ministro de gobierno, y la cruenta represión policial y la criminalización de las manifestaciones de estudiantes, mapuche y ayseninos, que en ocasiones ha comprometido la violación de derechos humanos.

Con toda su diversidad, la concurrencia de esta variada e intensa protesta social ha permitido apreciar la incapacidad del Estado chileno y su institucionalidad vigente para proteger el ejercicio de los derechos sociales de los ciudadanos, y ha dejado expuesta la tremenda vulnerabilidad de que es víctima la ciudadanía respecto de derechos sociales fundamentales. Esto queda expresado en la semántica reinante en la mayoría de esta protesta y de las organizaciones que las apoyan, que una y otra vez se reúnen bajo la bandera chilena con el emblema “por la defensa de”.

En la contraparte, la ciudadanía esta entendiendo rápidamente que requiere llevar sus legítimas,  desoídas y postergadas demandas a la arena de la protesta social para poder conseguir la atención y la protección requeridas. Pero, debemos preguntarnos ¿En que Estado de derecho habitamos, si es necesario que los ciudadanos tengan que salir a la calle a conseguir la atención de los medios para hacer su valer su derecho a vivir sin olor a fecas, como ha sucedido en Freirina? ¿ O para que no les levanten torres en zonas declaradas previamente arquitectónicamente protegidas, como en el caso de los vecinos de la Agrupación Los Castaños en la comuna de Independencia? La necesidad de esta protesta social revela una negligencia institucional incluso al nivel más básico del debido cumplimiento de las normativas imperantes.

Pese a la centralidad de este fenómeno para la legitimidad de un Estado democrático de derecho,  se escuchan con demasiada frecuencia desde las autoridades políticas y en los medios de comunicación, lecturas que abusan de psicologismo y que minimizan la relevancia de este auge de la protesta social. Es así como se ponen de moda nociones que parecen explicarlo todo, cuando en realidad apenas designan vagamente: palabras como “malestar”, “descontento” o “indignación”, que recuerdan gruesamente la hipótesis de la frustración- agresión.  Es innegable que de todo eso hay en la actual protesta social, pero esa sola lectura no ayuda a comprender la singularidad de la protesta social respecto de otros fenómenos, como la violencia en los estadios.

Otra versión psicológica ha consistido en una “interpretación del sentir popular” expresado en la movilización social, que pretende que los chilenos están hoy más preocupados de su “calidad de vida”; en consideración que lo que justamente la protesta social pone sobre la mesa es la urgencia del rol del Estado en la protección y aseguramiento del ejercicio de derechos sociales, lo que levanta una demanda por garantías públicas y universales.  Finalmente, otra variante apela a la necesidad de “poner orden” o se pregunta retóricamente acerca de “¿Por qué la violencia?, si no es necesaria”; cuando lo que la protesta social acusa es justamente la necesidad de poner orden, pero en el Estado y sus instituciones; y en circunstancias que esta protesta, en todas sus versiones, ha demostrado ser totalmente necesaria, y racionalmente justificada y convocada (en contraposición a lo que quiere sugerir esa pregunta: inmotivada e irracionalmente violenta).

Y es que la indignación no alcanza. Si bien, un acumulado de frustración, impotencia, rabia e indignación pueda estar  la base energética de toda esta movilización social, ésta se ha venido articulando siempre racional y programáticamente en la demanda sobre derechos sociales vulnerados, que es lo que la convierte en protesta social. Justamente es esa tremenda capacidad de conectar esas vivencias emocionales, con la experiencia más amplia de las condiciones de vida padecidas individual y colectivamente,  y de vincularlas con un análisis sobre sus derechos colectivos y sobre las condiciones políticas para su aseguramiento, lo que hace posible y vuelve valiosa a la protesta social organizada.

Pero tampoco se ha tratado de movimientos colectivos que se puedan explicar meramente por la racionalidad programática del cálculo racional político. En muchos casos los participantes han arriesgado sus bienes más preciados, como la seguridad personal y familiar, la libertad, e incluso sus vidas, en la defensa de los derechos demandados. Por eso, para conseguir una comprensión más cabal del mensaje social que nos entregan, es necesario atender también a los valores superiores esgrimidos que fundan ese arrojo y valentía.

Y sin embargo, ninguna de estas explicaciones solas o combinadas ha conseguido dar respuesta a una pregunta que se han planteado diversos pensadores sociales: ¿Cómo es que en las actuales condiciones de concentración de la riqueza y desigualdad social, de vulnerabilidad del ciudadano común ante el poder de los grandes capitales, y del alto precio que se paga por servicios deficientemente prestados, no ha tenido lugar una movilización social más masiva, más transversal  y más radical? Queda abierto el abordaje de los factores que están inhibiendo una mayor participación social.

Este contexto, permite reinterpretar lo que han venido reflejando las encuestas de opinión: el contraste entre los bajísimos índices de aprobación que están obteniendo la mayoría de los líderes políticos casi sin distinción de militancia partidista, con los altos niveles de apoyo que ha expresado la ciudadanía hacia las demandas de los últimos movimientos sociales, y la alta valoración hacia varios de sus líderes. Y es que cuando la protesta social interpreta  y da voz a una opinión pública que ha sido sistemáticamente desoída o subestimada por los líderes políticos,  es esperable que la balanza de la legitimidad se incline hacia ella.